20.1.17

Tan prudentes, tan cobardes.



Lo único que recuerdo de París es al dragón de la Bella Durmiente; una bestia enorme de ojos amarillos que despegaba sus fauces con ferocidad; una mezcla de colores verdosos y violáceos y una cueva.
Tenía dos años y lo único que mi mente es capaz de recuperar de la memoria, como un flash, de una de las ciudades más bonitas del mundo, es al dragón de cuento. No tengo imagen alguna de sus calles ni sus cielos, ni de los tejanos parisinos o creperias abiertas a las seis de la mañana.

Tengo sin embargo otra imagen en mi cabeza, forjada a partir de escuchar tantas veces la misma anécdota, reconstruida desde la nada a través de las memorias de otras personas, como si fuese posible una transfusión de recuerdos de la misma forma que se contiene sangre en un tubo.
Mi madre siempre cuenta que en ese viaje a Disney nos detuvimos junto a la roca y la espada del Rey Arturo. Imposible conocer la cifra exacta de las personas que cada día se enfrentan con una broma por sonrisa al acero, y al "fracaso", por supuesto. Mi madre siempre recuerda mi mirada perpleja, el gesto de autosuficiencia e incredulidad en una niña de dos años que no podía entender la incompetencia de todas aquellas personas (aun sin conocer las palabras exactas para pensarlo). Recuerda que esta niña subió los escalones, hizo amago de remangarse y se abalanzó sobre la espada como queriendo decir "espera anda, que ya voy yo", totalmente convencida de que el mundo tenía un problema y aquello sería tarea sencilla para ella. No cabía en su mente la posibilidad de fracaso.

Cuando recuerdo esa historia me planteo muchas cosas: como cuánto de esa historia será cierto y cuanto de efectos añadidos por los años. Pero sobre todo me pregunto por qué no podemos ser así en la vida. Por qué cada vez que nos enfrentamos a una decisión o a un evento importante tiene que haber una parte racional y absurda de nuestro cerebro que deje espacio al fracaso. Por qué no podemos sentir esa determinación desenfrenada que nos hace lanzarnos a por una espada encallada en un yunque. Por qué tenemos que dudar de nuestra sombra, por qué los años nos hacen tan prudentes, tan cobardes.

¿Por qué perdemos la fe en nosotros mismos?

Por lo menos sigo creyendo en los dragones.



3 comentarios:

  1. Esta es una de mis páginas favoritas de todos los journals tuyos que he visto (me refiero a la foto de la entrada). No sé si será por la gran ola, por París, por la escritura, por la composición, por tu magia. Simplemente me gusta mucho.

    Leyendo la entrada me han venido a la cabeza muchos recuerdos, viejos y nuevos. He recordado el mar, la arena, las sonrisas. Viajes, subir montañas y creerme capaz con tan solo cinco años (aunque fuera mi padre, quien me llevara en sus hombros). Cosas bonitas. Y he pensado en lo que realmente son los recuerdos, esos que tenemos de cuando somos pequeños. Anécdotas e imágenes que has visto tantas veces que se han convertido en realidades, al fin (porque sabes: hay una parte de nuestro cerebro, se llama hipocampo, que en esa edad no está suficiente estructurado, por lo que es casi imposible consolidar los recuerdos).

    Por otra parte, he pensado en un cuento sobre los recuerdos. Se trata sobre un hombre que va al Tíbet, está caminando por las montañas y de repente se encuentra con un oso, de esos de los que asustan. Por la razón que sea, el animal decide no comerse al humano. Así que este, feliz por la experiencia que acaba de vivir, vuelve a su campo base donde le esperan sus compañeros de trabajo. Y, por supuesto, les cuenta la vivencia; así vuelven para buscar al osos amistoso, pero en este segundo encuentro no lo será tanto y sí se los comerá. Con esto vengo a decir que si nos quedáramos con el primer recuerdo no sería adaptativo, porque las cosas que nos rodean no siempre serán de la misma forma. Habrán perdidas y novedades, y nosotros también tenemos que sabernos modelar. Y también nuestro cerebro, vaya.

    Y claro, ojalá nunca perder la fe que tenemos. De luchar, de derrotar el mal, de ser valientes. De creer en dragones.

    Un abrazo grande,

    PD: ¡perdón por el rollo! No he podido evitarlo.

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    1. en primer lugar, en absoluto es un rollo así que no vuelvas a disculparte, es todo un placer ver que mis entradas animan a dejar testamentos por comentario, en serio, sobre todo si son así de constructivos. Muchísimas gracias por tus palabras y por tus historias, de verdad que lo que cuentas sobre el oso y adaptarnos me ha hecho ver las cosas de una forma un poco diferente y ha dado algunas respuestas para el final de la entrada, lo que es genial porque en parte eran preguntas retóricas pero por otra sí ansiaba saber la respuesta (así que graciasgracias). Y por lo del hipocampo, porque me sonaba pero no me acordaba y siempre está bien aprender cosas nuevas.
      (Abrazos eléctricos gigantes viv.)

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  2. Es curioso, cuando tenía 10 años, yo también fui a Disneyland y lo que mejor recuerdo de todo París es justo eso. El libro de la Bella Durmiente escrito en un idioma muy raro, unos ojos y un gruñido profundo al fondo de una cueva y la espada. Por algún lado tendré una foto con esa espada, intentando sacarla junto a mi primo.

    Así que leerte ha sido casi como revivir mis recuerdos, es un poquito inquietante y todo.
    ¿Sabes? Últimamente me cuesta hacer las paces con mi pasado. Con decisiones que tomé y cosas que desearía que hubiesen ido distintas. Se me olvida que había cosas que estaban bien. Que están bien. Disneyland fue una cosa tan surrealista que a veces me cuesta pensar que yo fui una vez una niña con los ojos brillantes por estar allí. Suena cursi, pero es así. De ninguna manera quiero olvidarme, aunque cueste reconocerme en tanto.

    (Por cierto, me parece un detalle muy bonito que pongas las páginas de tu diario, es como meterse dentro de tu cabeza)

    Abrazo.

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